lunes, 27 de enero de 2014

Reflexión desde lo profesional:

L’art de posar límits

E.  Rodríguez Frigola

Butlletí d’Inf@ncia nº 74, 2014


Original en catalán:

Traducc. del catalán:

El arte de poner límites

El objetivo que me propongo con este artículo es reflexionar junto con los lectores alrededor de la importancia que tienen los límites, teniendo en cuenta que vivimos con limitaciones de todo tipo desde que nacemos, a lo largo de la vida y hasta la propia muerte (que ya es un límite en sí misma).

Y mi intención es hacerlo centrándome básicamente en el ámbito educativo, en que tengo la riqueza de la experiencia.

Parto de una visión humanista, no focalizada sólo en el síntoma o problema, sino creyente en el potencial humano y la capacidad de cambio de las personas. Pongo el énfasis en el hecho de darse cuenta del que pasa (awareness) y la autoresponsabilitad, dos de los fundamentos de la terapia Gestalt según los cuales es básico ser consciente de cómo me siento ante un hecho determinado y hacerme cargo de aquello que estoy sintiendo.

La primera reflexión para empezar a hablar de los límites en nuestras vidas y en nuestros campos de actuación es respondernos a la pregunta: ¿qué me pasa a mí por la cabeza y que siento en el cuerpo cuando pienso en la palabra límite?

Comparto con la fenomenología el punto de mira en la percepción corporal de la vivencia inmediata. Pienso que el cuerpo se expresa y nos ofrece información rica y veraz relacionada con el que nos sucede.

Tu propia respuesta a la pregunta será probablemente un reflejo de cómo tienes integrados los límites en tu vida y de la dificultad, o no, para aplicarlos a tú mismo y en tu entorno. Si por mí hablar de límites es prohibición, conflicto, tensión, negación, castración, incapacitado, rigidez… probablemente será un tema que viviré con incomodidad.

Mi propuesta es acercarme a los límites en el ámbito educativo desde una óptica diferente, e integrarlos dentro de nuestro como la herramienta maravillosa que es, para poder andar con orientación y acompañamiento.

Pienso que muchos de los conflictos derivados del tema están relacionados no tanto con los límites en si, sino con la manera de expresarlos y aplicarlos.

Para que los límites funcionen cuando los aplicamos hay que tener autoridad (no poder). La palabra autoridad proviene del latín auctoritas, y su raíz, augere, significa ‘aumentar, promover, hacer progresar, hacer crecer, alimentar’.

Si a la hora de limitarme a alguien tengo claro que lo estoy ayudando a crecer y a andar con una guía, es más probable que lo aplique con convencimiento y paz interna. Entendidos así, los límites son una muestra clara de amor y preocupación por el otro.

La autoridad tiene que ver con la imagen íntegra, sólida, respetable, interesando, inspiradora y de confianza que tiene el otro de tú, y es algo que se gana (a diferencia del poder que cruces que tienes por el solo hecho de ser padre, madre, educador o llevar una bata blanca). La autoridad sabes que la tienes cuando no necesitas ejercer poder.

A menudo, cuando el otro se rebela, es porque siendo que estás haciendo uso del poder que tienes y que no tiene control sobre la situación: cuando sabe que lo puedes perjudicar prohibiéndole cosas, aplicándole castigos o privándolo de privilegios. Te hace caso por el que puede perder, más que por la influencia que podamos ejercer como educadores.

Un claro ejemplo es el de aquella cocinera de un centro, o el de un voluntario que coge el teléfono a tu entidad, a quien los niños y niñas respetan, escuchan y hacen más caso que a algunos educadores, por el afecto que sienten y reciben de ellos. Estos, curiosamente, no tienen el poder de castigarlos.

Así pues, la finalidad última como educadores no es que el otro nos haga caso, sino que con nuestra manera de ser y hacer podamos servirlos de referencia y acompañamiento en su camino. La autoridad, la ganamos con el ejemplo y la coherencia, y no con reglas rígidas y castigos.

Ya en 1941, en un estudio pionero, Miller y Dollard* introducen a la psicología el concepto de imitación. Y veinte años después, de la mano de Albert Bandura, y con la publicación de su libro “Principles of Behavior Modification” (1969), se asientan las bases de la teoría del aprendizaje social: tomar de modelo u observar para actuar imitando el que vemos.

Teniendo en cuenta esto, hay que ver si nosotros adoptamos la conducta o la actitud deseable, más que esperarlas en el otro.

El acompañamiento educativo a alguien es como una vía de tren que se sostiene sobre dos raíles que avanzan en paralelo y que necesitan ir juntos y estar interconectados porque el tren avance y no descarrile. El uno es el vínculo, y el otro, los límites.

Las personas no nos alimentamos sólo de comer, sino también de afecto. Hay muchos niños que viven sin tener, y desgraciadamente crecen, pero no florecen.

Siguiendo con la metáfora, las caricias serían la sabia que alimenta la planta, y los límites, los que le dan la dirección, favoreciendo que pueda crecer muy alto sin malograrse. Los dos son importantes y se necesitan. Hay que encontrar el equilibrio entre uno y otro. Si trabajo mucho el vínculo pero no pongo límites, la persona anda sin referentes, va muy perdida. Dispone de mucha libertad pero no tiene las herramientas para hacer uso (especialmente si es un niño). Es probable que sienta mucho miedo e inseguridad y, a la larga, que le cueste tolerar la frustración y respetar también los derechos de los otros.
Por el contrario, si rodeamos la persona de límites, no le dejamos espacio para andar, ni margen para explorar. Seguramente se sentirá contenida y segura, pero probablemente también asfixiada y encorsetada. A la larga, es fácil que le cueste tomar sus propias decisiones y saber que vol. Puede ser que se someta a las reglas sin cuestionarlas, o también que, por oposición, se rebele.

No hay recetas a la hora de buscar este equilibrio. Conocemos los ingredientes baso que pueden ser de calidad, pero la manera de cocinarlos dependerá de cada caso, de mí, de quién es el otro, del momento, del contexto...

El que nos hará más habilidosos no es tanto saber técnicas como ser observadores de nosotros mismos, del otro y del entorno, y saber actuar según aquello observado.

Creo firmemente que para encontrar respuestas en nuestras profesiones, tenemos que hacernos preguntas en nuestras vidas. Los educadores somos la principal herramienta de trabajo y sería iluso pensar que quién somos podemos separarlo del que hacemos cuando trabajamos con el otro. Seremos mejores educadores en la medida que seamos mejores personas, y por eso hay que conocernos y cuestionarnos.

De entrada, es clave poner atención en los propios límites y hacernos preguntas cómo:
   - ¿Cuáles son mis propios límites?
   - ¿Hasta donde llego?
   - ¿Hasta donde tengo cura de mí y me respeto?
   - ¿Hasta donde puedo yo solo?
   - ¿En que necesito ayuda y de qué tipo?

Tener claros los propios límites me facilita la vida y el trabajo. Hace años que trabajo como educadora en el ámbito social (en CRAE, centros abiertos, comunidades terapéuticas...) y es un trabajo que requiere mucha implicación emocional y saber trabajar en equipo.

Es significativamente común ver profesionales cansados, excesivamente abocados y equipos divididos. Gran parte de estas situaciones están relacionadas con el desconocimiento de las propias limitaciones y con la consiguiente carencia de demanda de ayuda y de trabajo en equipo, así como con la dificultad de poner límites a los otros.

Cuando no me pongo un límite, no me respeto, no tengo en cuenta mis necesidades y priorizo las del otro, el resultado es a menudo el estrés, la carencia de tiempo para hacer cosas importantes y, a la larga, la baja autoestima y la desconexión del que es importante para mí.
Hay que tener presente que a veces decirte a tú que NO, se decirme a mí que SÍ.

Cómo dice Bucay en el libro “El camino de las lágrimas”: “no es más sabio ni está más evolucionado el que no necesita ayuda, sino el que tiene conciencia que la necesita y el valor para pedirla”.

Una vez conozco mis límites, es interesante ver como los respeto, o no, y los expreso, o no, hacia los otros. Y por eso es importante hacer autorreflexión y respondernos preguntas cómo:

¿Cuántas cosas hago que no quiero (en contra del que siento) en mi vida?
- ¿Qué dificultades me encuentro cuando tengo que poner límites?
- ¿En qué situaciones me cuesta ponerlos?
- ¿A quien me cuesta ponerlos?
- ¿Qué hace que no pueda hacerlo? (miedo la desaprobación, el rechazo, el miedo que no me estimen, el miedo a frustrar el otro, el miedo al conflicto, por comodidad…).


Limitar es frustrar
Cuando hablamos de límites hay que acercarse al concepto de frustración.
Limitar implica casi siempre frustrar. Para poder limitar el otro tengo que ser capaz de sostener su frustración y no podré hacerlo si no soy capaz de contener mi (cuando me dan un “no” por respuesta).

Muchas de las personas que nos dedicamos al ámbito social, a menudo hemos tenido que encajar grandes frustraciones en su vida, y estas forman parte de su mar de fondo. Esto hace que nos cueste tolerar más los “*nos” por pequeños que sean. Nosotros, como educadores, por nuestro rol, somos grandes agentes frustrantes para ellos. Si no hemos trabajado el tema en el ámbito personal, probablemente nos será mucho llevar limitar y pagaremos un precio emocional alto cuando lo hayamos de hacer.

La distancia emocional
Otra cuestión relacionada con todo el que hemos expuesto hasta ahora es la distancia emocional desde la cual hacer bien nuestro trabajo. ¿Cuál sería la distancia ideal para trabajar con el otro? ¿Cuán cerca?¿ Cuán  lejos?

Una vez más no hay una respuesta válida para todo. El que sí que puedo generalizar es que esta distancia tiene que ser bastante cerca para sentir la “calentón” del otro, y bastante lejos para no quemarnos. Si trabajo desde muy lejos, es difícil que pueda captar las peculiaridades de la persona que tengo delante, porque la distancia larga literalmente me lo impide.

Si coloco un objeto lejos del campo de visión de la persona y le pregunto de qué color es, qué detalles tiene, qué textura y temperatura tiene... desde tan lejos no puede apreciar el objeto. Si situamos el objeto enganchado a sus ojos y le pregunto el mismo, la persona tiene el objeto tan cerca que tampoco es capaz de captarlo y, de hecho, acaba incómodo de sentirlo enganchado.

Con un experimento tan sencillo, queda bien claro que la distancia adecuada será aquella que esté bastante lejos del otro para poder observarlo en su conjunto, y bastante cerca para poder sentirlo. Dentro de estos márgenes, cada cual tendrá que experimentar y adaptar el espacio a las circunstancias y a la persona que tiene delante con sus peculiaridades. Y tendrá que encontrar aquella distancia desde la cual trabaje a gusto y cómodo, sabiendo que es posible explorar y cambiar nuestro talante si sentimos que puede beneficiar el otro y/o en nosotros mismos.

Los profesionales que trabajamos con colectivos en riesgo de exclusión social (que viven con mucho malestar emocional acumulado), corren a veces el riesgo de ser el medio a través del cual descargan su hostilidad. Una agresión (sea física, verbal, actitudinal...) no hace el mismo mal a un metro que a diez. Esto quiere decir que tenemos que trabajar cerca del otro para poder sentir qué le pasa y que necesita, pero también tenemos que estar bastante lejos (físicamente y emocionalmente hablando) para poder esquivar un golpe a tiempo.

Cuando se habla de saber protegernos como profesionales, no se tiene que entender como un escudo (que te aísla del otro), sino como la capacidad de estar bastante alerta y bastante flexible para saber regular la distancia con el otro según lo requiera la circunstancia. Se trata de tener conciencia de la situación. Estoy más protegido al trabajo, en la medida que soy consciente de cómo estoy yo, de cómo está el otro, si tengo una visión de conjunto, y actúo de acuerdo con todo esto.

Fusión-separación
Otro concepto muy relacionado con el anterior, que tiene que ver con la vinculación y los límites y sobre el cual la psicóloga Fina Sanz reflexiona en su libro “Los vínculos amorosos” es el concepto de fusión-separación.

Nos pasamos la vida entrante en relación con otras personas. Nos acercamos, interaccionamos (fusionemos) durando según, minutos, días, años... y finalmente nos separamos, para seguir entrante en relación con otras. Lo hacemos todo el día con encuentros cortos, cuando saludamos el vecino, compramos el diario al quiosco, hablamos con el conductor del autobús... y a lo largo de la vida en interacciones más largas: amistades, parejas, relaciones laborales...

Este mecanismo constante e inconsciente determina muchas veces las dificultades en nuestros ámbitos. Hay personas que los es muy fácil fusionarse con el otro (se vinculan rápidamente, utilizan distancias cortas...), pero muy difícil separarse. El resultado es que se pierden en la relación con el otro, pierden la objetividad, y se quedan enganchados, cosa que impide que las dos partes crezcan. Generalmente las relaciones, en este caso, se vuelven proteccionistas y con carencia de límites.En el otro extremo estaría la persona que es capaz de poner límites sin dificultad y de tomar distancia (separarse), pero que no sabe fusionarse (le cuesta vincularse y conseguir una relación cercana de confianza).
Aquí entra en juego una danza con el otro que requiere observación, boy escout, atención y complicidad.

Firmeza-rigidez
Muchos de los conflictos se dan porque se confunde la firmeza con la rigidez. Parece que, porque nos hagan caso, hay que poner el límite de forma inflexible, rígida, impuesta, con cara seria y casi enfadados.

La experiencia me dice que el que hace que un límite sea firme es la seguridad a la hora de ponerlo (estar convencido del que estoy diciendo). A veces marcamos límites por inercia, o como reacción o protección, pero no nos damos el tiempo de pensarlos ni sentirlos. Incluso a veces defendemos posturas que ni nosotros mismos creemos. Esto crea confusión en mí y en el otro, ambigüedad, y a menudo se acaba desencadenando un conflicto. Si tenemos en cuenta el poder del lenguaje no verbal por encima del discurso en si mismo, mi carencia de credibilidad llega al otro a través de mi mirada, mi tono de voz, mi gesto facial, mi postura corporal...

En la aplicación de los límites podemos hablar de límites blandos y de límites firmes.

Los límites blandos hacen referencia a todos aquellos “nos” (hablados), que en realidad (en la práctica) quieren decir sí. Es decir, aquellos límites que pongo al otro, sabiendo puesto que no se respetarán, y que de manera implícita las dos partes asumen que no es el límite real. Las personas “blandas”, a la hora de poner límites repiten al otro muchas veces las órdenes, dan muchas explicaciones y justificaciones. Esto comporta un desgaste, que acaba con cansancio y crispación a dos bandas.

La persona que los pone se frustra porque siendo que no tiene efecto en el otro, y deriva a menudo en actitudes victimistas y de queja y estalla en conflicto o en evitación. La persona que los recibe, acaba muchas veces haciendo el que quiere, y haciendo caso omiso a la orden y la queja reiteradas del otro. El mensaje real que recibe es: “tengo margen de seguir haciendo el que quiero, siempre que esté dispuesto a sentir (que no escuchar) la queja del otro”. Cuando el que pone el límite pierde ya la paciencia es cuando finalmente se posiciona de forma clara y toma medidas, pero en caliente, enfadado y perdiendo la objetividad. Esto hace que deje de ver el otro y el contexto y que probablemente diga cosas o tome medidas de las cuales después se arrepienta y por las cuales no pueda responder. La consecuencia es que acaba no pudiendo cumplir el que ha dicho en caliente y perdiendo bastante, credibilidad y autoridad hacia el otro. Para personas con esta tendencia, el mensaje sería: “más acciones y menos explicaciones. No argumentes tanto y seas más consecuente”.

Los límites firmes, en cambio, son aquellos “nos” que, en realidad, quieren decir no. Son límites claros y concretos. Son formulados en positivo (por ejemplo, “llega puntual” versus “no llegues tarde”), en afirmación y no en pregunta (por ejemplo “¡quítate!” versus “¿puedes quitarte?”). Son consistentes y seguros (su aplicación no depende de mi estado de ánimo, ni de quien haya delante, y son aplicados por igual por todos los agentes educativos).

Esto requiere unificar criterios, discutir prioridades y trabajar en equipo (tanto en casa, entre la familia, como en los equipos educativos). A veces confundimos y perdemos fuerza en las intervenciones por carencia de unificación de criterios.

Tomamos decisiones individuales, contrariamos líneas de actuación del compañero... y el resultado es mucho más desgaste, y menos eficacia.

Pienso que vale la pena hacer una inversión para trabajar unidos, para sumar fuerzas y dar coherencia en las intervenciones que hacemos.

La firmeza, entendida así, puede ir (y de hecho creo que tiene que ir) de la mano con el afecto y con la flexibilidad.

A la hora de poner el límite, hay que adaptarlo a la persona, al momento y al contexto, y esto implica observación, atención y plasticidad una vez más. Las cosas rígidas son, contrariamente al que puede parecer de entrada, más frágiles que las flexibles. De aquí viene que tenemos que ser flexibles a la hora de formular los límites. Podemos reflexionar, pactarlos con el otro y cuestionarlos.

Ahora bien, aplicarlos de manera clara, consistente, firme y consecuente. Y plantearlos desde el amor y con amor.

A la hora de hacerlo es importante también tener una visión de conjunto para poder priorizar aquellas cosas que son más relevantes, sin perdernos en los detalles ni limitarnos a responder sólo a las urgencias. No siempre aquello urgente es aquello importante. Hay cuestiones que son fundamentales y que tienen que ver con la integridad física y moral de las personas. Son pocas y claras, y de cumplimiento obligatorio porque la convivencia sea posible. Hago referencia a hablar respetuosamente (no insultar), a respetar la integridad física (no agredir), a ser sincero (no mentir), a no robar.

Hay otras cuestiones que son importantes y que si no se dan, afectan la convivencia, como por ejemplo respetar unos horarios de llegada, de sueño, de alimentación, una distribución de responsabilidades igualitaria y justa. Estos aspectos son de número limitado y su cumplimiento permite cierta flexibilidad.

Y, ya finalmente, hay otro conjunto amplio de temas que si se respetan mejoran la convivencia, como por ejemplo la orden, las actividades de ocio compartidas... que ya permiten mucha más flexibilidad y que están muy sujetas a la escalera de valores de cada cual.

Teniendo en cuenta que nuestra energía y nuestro tiempo es limitado, pienso que hay que dedicar un espacio a reflexionar donde estamos invirtiendo nuestro esfuerzo cuando educamos, y elaborar si hace falta una escalera propia de prioridades. De este modo nos daremos cuenta si estamos dedicando energía en el que realmente es importante y si estamos predicando con el ejemplo.

Demasiado a menudo puedo observar que nos desgastamos porque los chicos y chicas se hagan bien la cama, o coman una pieza de fruta, pero normalizamos el hecho que se insulten entre ellos o se agredan.

Por otro lado, a la hora de implantar y aplicar límites, pienso que nos centramos demasiado en el que no queremos, en el que no nos gusta, en el que no funciona.

Tal como dice la psicología positiva (dada a conocer por Martin Seligman), hay que dejar de poner el foco en el trastorno o problema y centrarse en los puntos fuertes y las virtudes que tiene la persona.

Es interesante establecer los límites poniendo el punto de mira en el que sí que nos gusta, en el que ya está funcionando, en el que deseamos, en el que es adecuado, puesto que creo firmemente que nuestra manera de enfocar las cosas determina el que alimentamos. Si queremos conductas adecuadas y adaptativas, centrémonos en aquello positivo, y démosle poder y atención, y así minimizaremos el que no nos gusta.

Las personas somos como icebergs. Nuestra conducta (parte visible) es sólo la punta de estos (del que somos en conjunto). Pienso que para acompañar educativamente el otro y poder ofrecerle pautas, tengo que entenderlo y que esto implica sumergirme dentro del agua y ver los cementos que lo sostienen y lo condicionan. Si me quedo sólo con el que veo (con el que enseña), me estoy quedando con una parte muy reducida y poco significativa del que es realmente.

Una frase que aparece a la novela “Strange Caso of Dr Jekyll and Mr. Hyde” (escrita por Robert Louis Stevenson el 1886), que yo procuro tener presente a mi vida y a mis trabajos es: “Quiéreme cuando menos me lo merezco porque es cuando más lo necesito”.

Y ya para acabar, añadiré que, como cualquiera otro arte, el hecho de poner límites requiere una buena dosis de creatividad. Cuando se nos repiten los conflictos, a menudo es porque estamos haciendo lo mismo de siempre que no nos funciona y estamos actuando y respondiendo del mismo modo. Si queremos resultados diferentes, tendremos que hacer cosas diferentes del que estamos acostumbrados a hacer. Así es que si el plan “A” no funciona, explora y ¡recuerda que el abecedario tiene 26 letras más!

* MILLER, N. & DOLLARD, J. Social Learning and Imitation. Yale University Press, 1941  



Bibliografía
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VERDUZCO, M. A. i MUROW, E. Cómo poner límites a tus hijos sin dañarlos: respuestas a los problemas de disciplina más frecuentes practicando una educación positiva. Editorial Pax, 2007.
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