
Intervención en crisis
Valentín
Escudero Carranza.
Literapeútica, enero 2012
Querido V:
Como te he comentado ya en un mensaje previo, estoy en supervisión con un excelente psicólogo de orientación bastante psicoanalítica (creo) y en nuestro último encuentro le he contado este sueño (no es recurrente, solo lo he tenido una vez): “Un policía me descubre deambulando en una calle solitaria en mitad de la noche y me insta a enseñarle lo que yo llevaba en mi maletín. Echo a correr y del maletín se van cayendo y desparramando por la calle muchos papeles –son exámenes–, y también muchos percebes de buen tamaño, y al final cae también del maletín una revista con fotos eróticas –tipo playboy–. El policía me persigue pero no me da alcance porque se para a mirar las fotos de la revista”.
El (mi supervisor, no el policía) me ha dicho que te va a interesar la historia que provocó ese sueño. Quizás fue la primera vez que hice una intervención domiciliaria, al menos es la primera que está registrada en mi memoria. Hace ya muchos años que pasó y todavía siento un poco de vergüenza y cierta autocompasión cuando lo recuerdo.
Había aceptado la propuesta del director técnico de un servicio de protección a la infancia para trabajar como terapeuta familiar en un caso bastante conflictivo; se requería un profesional independiente y mi posición parecía idónea porque colaboraba con los servicios sociales pero lo hacia desde la universidad (que era la empresa que me daba un salario por dar clases en Trabajo Social). Era un desafío y yo estaba convencido de que estableciendo una buena relación con la familia conseguiría desactivar el conflicto que ésta tenía con todos los servicios que habían actuado en su caso.
Y puede decirse que unos cuatro meses después lo estaba consiguiendo. Con paciencia y tiempo había logrado tener una relación muy buena con toda la familia, así como desactivar bastante el conflicto que tenían los padres con algunos profesionales de los servicios sociales. Pero la situación familiar era todavía complicada y muy des-estructurada, quedaba mucho trabajo por hacer antes de que se pudiese tomar la decisión de reunir a los padres con sus tres hijos que se encontraban en un centro de acogimiento. Sin embargo, todos colaboraban y parecía claro que íbamos a seguir trabajando, así que cuando me fui de vacaciones en agosto era optimista acerca de un verdadero cambio en la vida de la familia.
Cuando faltaban un par de días para finalizar mis vacaciones, el mismo director técnico que había solicitado mi intervención en el caso me llamó por teléfono.
–Los padres no quieren devolver a la hija mayor, la que tiene 14 años –me soltó precipitadamente sin apenas darme tiempo a contextualizar su llamada y recordar de quién me estaba hablando.
– Vaya, “devolver”…supongo que te refieres a su vuelta al centro en el que estaba… ¿qué ha pasado?.
Me describió sucintamente la situación, los padres se negaban a que la hija volviese al centro de protección después de que ésta pasara tres semanas de vacaciones viviendo con ellos. Era un incumplimiento grave del compromiso que tenían. La niña tampoco quería volver, a pesar de que sus dos hermanos pequeños ya estaban en el Centro.
–¿Qué quieres que haga yo?
– He intentado presionar todo lo que he podido a la familia, el siguiente paso sería desagradable y por eso te he llamado. Quiero que vayas a su casa y les convenzas de que hagan lo que deben. Es mejor no tener que hacerlo por la fuerza.
–¿Ir a su casa y convencerles? – al repetir sus palabras la idea me parecía todavía más extraña y ajena.
– El caso es que tanto los padres como la hija dicen que quieren saber lo que tu opinas, pero que no irán a la clínica donde hacéis las terapias… que quieren que vayas a su casa. Ellos no se mueven de allí. Tienes que pedirles que cumplan su compromiso y si puedes te llevas a la niña al Centro.
Dije que haría lo que fuese, me encontraba en un lugar lejano y faltaban dos días para mi vuelta de vacaciones, y me comprometí a visitar a la familia en cuanto regresase.
El primer día de vuelta al trabajo tenía que hacer un examen a mis alumnos, pero nada más terminar, ya casi de noche, fui a la casa de la familia en cuestión. Encontré realmente abatidos a los padres y triste a la hija. Me recibieron con la amabilidad que había siempre caracterizado nuestras sesiones de terapia. Pero no habían pasado ni 5 minutos de mi llegada cuando me preguntaron en seguida “que creía yo que debían hacer”.
– Pues solo veo dos opciones: llevar esta misma noche a la niña al Centro, o huir los tres ahora mismo y para siempre– les contesté soprendiéndome a mi mismo de oír semejante cosa a pesar de que parecía claro que las palabras salían de mi boca.
Afortunadamente decidieron ir a entregar a la niña. Creo que de haber decidido optar por la segunda de mis dos “alternativas” su vida hubiese sido muy diferente y la mía completamente desgraciada. Seguramente todo ser humano recibe alguna vez en la vida su ración universal de suerte, esa fue la mía. Pero cuando me estaba recuperando de mi ataque de estupidez surgió un “pequeño” problema: la madre estaba cumpliendo un arresto domiciliario, (saldando una cuenta de años atrás… un incidente en el que la mujer estaba discutiendo con el marido cuando un guardia civil se quiso interponer y ella le pegó…al guardia!), así que ella tenía que esperar a que viniese un policía nacional a la casa para comprobar que estaba cumpliendo el arresto. Su “plan” era que una vez que pasase el policía a verla, cogerían el coche y se irían a llevar a la niña al Centro. Creo que no he dicho todavía que ese Centro estaba en otra ciudad, a unos80 kilómetros .
Yo intervine inmediatamente para sugerir que ella podía quedarse cumpliendo el
arresto en la casa y su marido llevar a la hija al Centro; pero él no tenía
permiso de conducir y la madre no admitía la posibilidad de no acompañarles.
“Es mejor que vaya yo para que las cosas no se tuerzan”, dijo. Y me resultó
convincente (me olvidé de la legalidad).
De forma que nos pusimos a esperar y sacaron un álbum de fotos para enseñarme imágenes de la familia (sabían de mi afición por las fotos familiares porque las habíamos usado en las sesiones de terapia). Fue agradable y emotivo, pero triste. Intuían que perdían a sus hijos y que su vida no era ni fácil ni ejemplar. El clima de confianza hizo que el padre me hiciese una importante confesión en un momento en que la mujer y la hija preparaban algo en la cocina: estaba preocupado por si alguna vez sus hijos pudiesen haber visto una revista “erótica” que él había tenido debajo de un colchón. “Se que eso esta mal, no es bueno que lo puedan ver”, me dijo con expresión muy seria. Sin que me diese tiempo a encontrar la respuesta adecuada, se levantó y en apenas segundos volvió de su habitación con la revista.
–Toma, llévatela y tírala, para que veas cómo quiero hacer las cosas.
La situación me resultó inesperada y absurda y seguramente por eso mi respuesta fue igualmente absurda y añadió una dosis más de incoherencia a mi actuación: metí la revista en mi maletín, junto con los exámenes de mis alumnos aun sin corregir.
Hacer efectiva la decisión de llevar a la hija al centro, justificaba mis inseguridades, pero el tiempo pasaba sin que el policía llegase a la casa para cumplir con su de control del arresto domiciliario. Se hizo tarde, me empecé a preocupar ostensiblemente y la madre me dijo:
– Bueno, a veces se para en el bar que hay abajo y se enrolla y sube tarde; o puede que ya no venga… este policía es así, pero es un buen tío.
Me cuesta todavía admitir que asistí impávido pero sumiso a la solución que la familia adoptó para solventar el retraso del policía: “dejarle una nota en la puerta”. La nota decía, simplemente, “he tenido que salir por una emergencia, mañana te lo cuento”. Pensé que el policía seguramente era “un buen tío” (y también que no me incumbía a mi decidir si era o no un buen policía).
Confieso que en ese momento ya me sentía bastante inseguro y no sabía muy bien qué hacer. Pero mi prioridad inmediata era que la niña volviese al Centro esa noche, y eso estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, mi inquietud aumentó cuando el padre, en un nuevo arranque de agradecimiento y confianza me dijo “espera que te quiero hacer un regalo” ….
Como te he comentado ya en un mensaje previo, estoy en supervisión con un excelente psicólogo de orientación bastante psicoanalítica (creo) y en nuestro último encuentro le he contado este sueño (no es recurrente, solo lo he tenido una vez): “Un policía me descubre deambulando en una calle solitaria en mitad de la noche y me insta a enseñarle lo que yo llevaba en mi maletín. Echo a correr y del maletín se van cayendo y desparramando por la calle muchos papeles –son exámenes–, y también muchos percebes de buen tamaño, y al final cae también del maletín una revista con fotos eróticas –tipo playboy–. El policía me persigue pero no me da alcance porque se para a mirar las fotos de la revista”.
El (mi supervisor, no el policía) me ha dicho que te va a interesar la historia que provocó ese sueño. Quizás fue la primera vez que hice una intervención domiciliaria, al menos es la primera que está registrada en mi memoria. Hace ya muchos años que pasó y todavía siento un poco de vergüenza y cierta autocompasión cuando lo recuerdo.
Había aceptado la propuesta del director técnico de un servicio de protección a la infancia para trabajar como terapeuta familiar en un caso bastante conflictivo; se requería un profesional independiente y mi posición parecía idónea porque colaboraba con los servicios sociales pero lo hacia desde la universidad (que era la empresa que me daba un salario por dar clases en Trabajo Social). Era un desafío y yo estaba convencido de que estableciendo una buena relación con la familia conseguiría desactivar el conflicto que ésta tenía con todos los servicios que habían actuado en su caso.
Y puede decirse que unos cuatro meses después lo estaba consiguiendo. Con paciencia y tiempo había logrado tener una relación muy buena con toda la familia, así como desactivar bastante el conflicto que tenían los padres con algunos profesionales de los servicios sociales. Pero la situación familiar era todavía complicada y muy des-estructurada, quedaba mucho trabajo por hacer antes de que se pudiese tomar la decisión de reunir a los padres con sus tres hijos que se encontraban en un centro de acogimiento. Sin embargo, todos colaboraban y parecía claro que íbamos a seguir trabajando, así que cuando me fui de vacaciones en agosto era optimista acerca de un verdadero cambio en la vida de la familia.
Cuando faltaban un par de días para finalizar mis vacaciones, el mismo director técnico que había solicitado mi intervención en el caso me llamó por teléfono.
–Los padres no quieren devolver a la hija mayor, la que tiene 14 años –me soltó precipitadamente sin apenas darme tiempo a contextualizar su llamada y recordar de quién me estaba hablando.
– Vaya, “devolver”…supongo que te refieres a su vuelta al centro en el que estaba… ¿qué ha pasado?.
Me describió sucintamente la situación, los padres se negaban a que la hija volviese al centro de protección después de que ésta pasara tres semanas de vacaciones viviendo con ellos. Era un incumplimiento grave del compromiso que tenían. La niña tampoco quería volver, a pesar de que sus dos hermanos pequeños ya estaban en el Centro.
–¿Qué quieres que haga yo?
– He intentado presionar todo lo que he podido a la familia, el siguiente paso sería desagradable y por eso te he llamado. Quiero que vayas a su casa y les convenzas de que hagan lo que deben. Es mejor no tener que hacerlo por la fuerza.
–¿Ir a su casa y convencerles? – al repetir sus palabras la idea me parecía todavía más extraña y ajena.
– El caso es que tanto los padres como la hija dicen que quieren saber lo que tu opinas, pero que no irán a la clínica donde hacéis las terapias… que quieren que vayas a su casa. Ellos no se mueven de allí. Tienes que pedirles que cumplan su compromiso y si puedes te llevas a la niña al Centro.
Dije que haría lo que fuese, me encontraba en un lugar lejano y faltaban dos días para mi vuelta de vacaciones, y me comprometí a visitar a la familia en cuanto regresase.
El primer día de vuelta al trabajo tenía que hacer un examen a mis alumnos, pero nada más terminar, ya casi de noche, fui a la casa de la familia en cuestión. Encontré realmente abatidos a los padres y triste a la hija. Me recibieron con la amabilidad que había siempre caracterizado nuestras sesiones de terapia. Pero no habían pasado ni 5 minutos de mi llegada cuando me preguntaron en seguida “que creía yo que debían hacer”.
– Pues solo veo dos opciones: llevar esta misma noche a la niña al Centro, o huir los tres ahora mismo y para siempre– les contesté soprendiéndome a mi mismo de oír semejante cosa a pesar de que parecía claro que las palabras salían de mi boca.
Afortunadamente decidieron ir a entregar a la niña. Creo que de haber decidido optar por la segunda de mis dos “alternativas” su vida hubiese sido muy diferente y la mía completamente desgraciada. Seguramente todo ser humano recibe alguna vez en la vida su ración universal de suerte, esa fue la mía. Pero cuando me estaba recuperando de mi ataque de estupidez surgió un “pequeño” problema: la madre estaba cumpliendo un arresto domiciliario, (saldando una cuenta de años atrás… un incidente en el que la mujer estaba discutiendo con el marido cuando un guardia civil se quiso interponer y ella le pegó…al guardia!), así que ella tenía que esperar a que viniese un policía nacional a la casa para comprobar que estaba cumpliendo el arresto. Su “plan” era que una vez que pasase el policía a verla, cogerían el coche y se irían a llevar a la niña al Centro. Creo que no he dicho todavía que ese Centro estaba en otra ciudad, a unos
De forma que nos pusimos a esperar y sacaron un álbum de fotos para enseñarme imágenes de la familia (sabían de mi afición por las fotos familiares porque las habíamos usado en las sesiones de terapia). Fue agradable y emotivo, pero triste. Intuían que perdían a sus hijos y que su vida no era ni fácil ni ejemplar. El clima de confianza hizo que el padre me hiciese una importante confesión en un momento en que la mujer y la hija preparaban algo en la cocina: estaba preocupado por si alguna vez sus hijos pudiesen haber visto una revista “erótica” que él había tenido debajo de un colchón. “Se que eso esta mal, no es bueno que lo puedan ver”, me dijo con expresión muy seria. Sin que me diese tiempo a encontrar la respuesta adecuada, se levantó y en apenas segundos volvió de su habitación con la revista.
–Toma, llévatela y tírala, para que veas cómo quiero hacer las cosas.
La situación me resultó inesperada y absurda y seguramente por eso mi respuesta fue igualmente absurda y añadió una dosis más de incoherencia a mi actuación: metí la revista en mi maletín, junto con los exámenes de mis alumnos aun sin corregir.
Hacer efectiva la decisión de llevar a la hija al centro, justificaba mis inseguridades, pero el tiempo pasaba sin que el policía llegase a la casa para cumplir con su de control del arresto domiciliario. Se hizo tarde, me empecé a preocupar ostensiblemente y la madre me dijo:
– Bueno, a veces se para en el bar que hay abajo y se enrolla y sube tarde; o puede que ya no venga… este policía es así, pero es un buen tío.
Me cuesta todavía admitir que asistí impávido pero sumiso a la solución que la familia adoptó para solventar el retraso del policía: “dejarle una nota en la puerta”. La nota decía, simplemente, “he tenido que salir por una emergencia, mañana te lo cuento”. Pensé que el policía seguramente era “un buen tío” (y también que no me incumbía a mi decidir si era o no un buen policía).
Confieso que en ese momento ya me sentía bastante inseguro y no sabía muy bien qué hacer. Pero mi prioridad inmediata era que la niña volviese al Centro esa noche, y eso estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, mi inquietud aumentó cuando el padre, en un nuevo arranque de agradecimiento y confianza me dijo “espera que te quiero hacer un regalo” ….