Ante la delincuencia juvenil.
José Javier Huete
Nogueras
Fiscal de Sala, Coordinador
de Menores de la
Fiscalía General del Estado
El Mundo, 26/04/13
Leer original
Pocos fenómenos traen consigo una
alteración más aguda de la convivencia que el delincuencial. Frente al delito,
especialmente cuando es cometido por menores de edad, la sociedad se siente en
ocasiones inerme, impotente e indefensa. En todo caso, a la hora de analizar
este tipo de delincuencia, debemos huir de alarmismos. Ha de partirse de una
constatación estadística: las cifras de criminalidad asociadas a los menores de
edad están estabilizadas, no están aumentando y no son superiores a las de
otros países de nuestro entorno. En los menores concurren circunstancias
especiales que deben ser tenidas en cuenta a la hora de articular respuestas.
Post acerba prudentior. Los clásicos ya advertían que después de las
experiencias amargas somos más prudentes, nadie escarmienta en cabeza ajena. En
definitiva, la experiencia vital va progresivamente asentándonos. A la inversa,
en los primeros estadios de vida autónoma la prudencia es un bien escaso. Es la
misma idea que ya nos transmitía Cicerón: posteriores cogitationes sapentiores
solent esse. Los segundos pensamientos acostumbran a ser más sabios. El tiempo,
en definitiva, va aquilatando sentido común y raciocinio.
La neurociencia ha confirmado
estas intuiciones de los clásicos: la tendencia de los adolescentes hacia
comportamientos disruptivos y hacia la infracción de las normas está
relacionada con un desarrollo insuficiente de los controles cognitivos. Desde
una perspectiva global, las imágenes de resonancia magnética del desarrollo
cerebral proporcionan una prueba convincente de que la maduración de los
lóbulos frontales -la parte del cerebro esencial para los procesos de decisión,
control de emociones y juicio moral- no se completa al menos hasta los 18 años
e incluso más allá de esta edad. A la hora de analizar las causas de los
delitos cometidos por menores de edad debe destacarse la pérdida de influencia
de las instancias informales de la sociedad, con la correlativa demanda de
intervención estatal, olvidando que el modelo punitivo en general no resuelve
el problema.
Psicólogos y educadores subrayan
los efectos criminógenos de la falta de atención que en muchos casos reciben
nuestros hijos y de una sociedad permisiva que los educa en sus derechos, pero
no en sus deberes, donde ha calado de forma equívoca el lema “no poner límites”
y “dejar hacer”, abortando una correcta maduración, así como el hecho de que
hay padres que no sólo no se hacen respetar, sino que menoscaban la autoridad
de los maestros, lo que se percibe por los hijos como una toma de posición que
refuerza su previo rechazo de su autoridad.
La mayor parte de los autores
sitúan la crisis de la institución familiar entre los factores centrales de
casi todas las modalidades de violencia juvenil; normalmente se integra por
unos padres que sienten la imposibilidad absoluta de enfrentarse a las
situaciones que se han generado, y por unos hijos que pasan de comportamientos
desobedientes e irrespetuosos a comportamientos claramente agresivos y
violentos hacia sus padres y entorno más inmediato. Lo que llamamos visión del
mundo se compone de juicios, prejuicios, ideas, creencias, valores y desvalores
y, aunque con los años se matiza con los elementos propios de la biografía
personal hasta llegar incluso a reemplazarse por otra visión diferente y
opuesta, cabe concluir que uno de sus principales factores es el modelo
familiar. En la delincuencia también aparecen causas sociales que desembocan en
familias desestructuradas incapaces de cumplir la función de transmitir
normatividad al menor. En ocasiones se aprecian problemas graves de salud
mental. La asociación con amigos delincuentes es el mejor predictor de la
delincuencia en las investigaciones actuales. La marginalidad social, el
desarraigo y la exclusión son, sin duda, otro de los caldos de cultivo.
Si de los diagnósticos pasamos a
las terapias, creo en primer lugar, que la familia debe ser fortalecida. El
modelo familiar autoritario ha sido sustituido por el contrario, por el modelo
permisivo. Coinciden ambos en su inhabilidad para fijar adecuadamente límites,
el primero se excede en la forma y cantidad, y el segundo no llega: bien por
dejación y absentismo, bien por criterio erróneo -el padre que persigue la ilusoria
amistad del hijo y acaba siendo rehén de sus caprichos y frustraciones-. El
fortalecimiento de la familia pasa por destinar presupuestos a la protección de
la infancia vinculadas con la protección de la familia, especialmente cuando
está en situación de precariedad social.
La educación y, dentro de ella, la
autoridad de los profesores, debe ser reforzada. Como Erasmo mantenía, “la
principal esperanza de una nación descansa en la adecuada educación de su
infancia”. Proclamó Beccaria en su Tratado de los delitos y de las penas, que
“finalmente, el más seguro, pero más difícil medio de evitar los delitos, es
perfeccionar la educación...”. Como segunda instancia educativa, la escuela no
puede ceñirse a la transmisión de conocimientos; ha de transmitir también
valores cívicos y democráticos, generar autoestima y proporcionar recursos para
abordar la realidad. Se hace patente la necesidad de prestigiar la autoridad de
padres y maestros como personas que no sólo trasmiten la vida y/o el
conocimiento sino que abren vías a la autonomía y a la creatividad de buscar y
adquirir ese conocimiento de forma autónoma. Y en este sentido, el maestro no
puede estar privado de una mínima capacidad para fijar consecuencias adversas
ante comportamientos incorrectos. Debe ser investido de autoridad con recursos
para prevenir y evitar la disrupción en el aula y solucionar por sí mismos los
problemas sin recurrir a derivaciones en cadena.
Los servicios sociales deben ser
potenciados. Son necesarias medidas preventivas: deben seguirse políticas
sociales tendentes a poner fin a los focos de marginalidad. Los programas de
prevención primaria destinados a proporcionar un apoyo temprano a los niños y
sus familias han tenido un éxito notable en la prevención de la delincuencia.
Los servicios de salud mental deben también ser fortalecidos. En ocasiones, lo
prioritario es prestar atención a las necesidades psiquiátricas y psicológicas
del menor infractor, sujetándolo a programas que aborden sus disfunciones
psíquicas o sus procesos adictivos en el contexto estructurado del
internamiento o aprovechando las condiciones de su entorno.
Con todo, debemos constatar que el
delito, como comportamiento desadaptado, nunca podrá ser completamente
erradicado, ni entre los adultos ni entre los menores. El Derecho Penal y el
Derecho Penal Juvenil como catálogo de reacciones frente al delito siempre
serán necesarios. No obstante, el recurso al Derecho Penal Juvenil debe
emplearse como ultima ratio. Debe en todo caso partirse de que si en general el
Derecho Penal tiene como uno de sus objetivos el de lograr la reinserción del
infractor, esta finalidad debe potenciarse con mucha más fuerza en el Derecho
Penal Juvenil, pues sus destinatarios disponen de muchas más posibilidades de
ser recuperados para la sociedad y tienen un menor grado de responsabilidad.