MESA REDONDA
Creando redes
Promoción de la salud en adolescentes conflictivos.
Alberto Casamayor Suñén
Psicólogo.
Centro Municipal de Promoción dela Salud, Ayuntamiento de Zaragoza.
Alberto Casamayor Suñén
Psicólogo.
Centro Municipal de Promoción de
Referirnos a la “Promoción de la Salud ” es hacerlo a un modo de entender y de hacer respecto a la salud y la enfermedad que desborda los ámbitos de explicación, acción y responsabilidad tradicionalmente asociados a lo sanitario:
· Trascendiendo la significación individual y somática de la salud y la enfermedad para contextuarla en los modos de vida, en las condiciones de vida y en sus determinantes sociales, políticos, económicos, culturales...
· Desplazando el foco de la preocupación y la acción sanitaria de los efectos a las causas, del individuo a la comunidad, y de la atención secundaria y terciaria a la primaria (prevención y promoción propiamente dicha).
· Remarcando las implicaciones para la salud de sectores, políticas y ámbitos de decisión diversos no específicamente sanitarios e involucrando a la comunidad en las responsabilidades y acciones relacionadas con la promoción de formas de vida más saludables.
Relacionar la Promoción de la Salud con los menores infractores implica, por tanto, una invitación a reflexionar sobre:
· La historia ambiental y significación social de las conductas problemáticas de los y las menores que desarrollan “carreras” transgresoras, los hitos y las dinámicas que caracterizan sus itinerarios , y los determinantes de diferente naturaleza asociados al curso de los mismos.
· Las acciones y medidas más eficaces, eficientes y justas para la corrección, compensación o minimización de las condiciones y factores que se relacionan con la aparición y mantenimiento de este tipo de conductas.
· Las agencias, instituciones y políticas implicadas por estas acciones y medidas y la responsabilidad global de la comunidad.
· Los valores, actitudes y modelos sociales, culturales y económicos que se relacionan con una mejor o peor atención del compromiso social de proteger a (todos) nuestros menores.
Atribuyo mi participación en esta mesa a mi condición de profesional concernido por el asunto que observamos en estas jornadas, en la medida en que me ha correspondido atender y entender, como psicólogo clínico y psicoterapeuta que desarrolla su trabajo con adolescentes y jóvenes, casos de socialización y/o personalidad problemática, que se hacen visibles a través de la infracción de la ley.
Como tal, y desde la perspectiva a la que me obliga el título de mi intervención, subrayo como comienzo de la misma, mi convencimiento –en el que desde luego no me siento solo- de que un buen número de menores susceptibles de medidas de protección solamente “consiguen” movilizar una respuesta social sistemática en cuanto que infractores, “lográndolo” en un momento de su evolución que condiciona negativamente la eficiencia de los recursos movilizados. Por contraste, sus biografías subjetivas nos remiten, una y otra vez, a la soledad y precariedad con la que han debido afrontar distintos momentos críticos de sus vidas y de su socialización. Tal soledad les ha enseñado a no esperar nada de nadie y a “buscarse la vida” sin contar con los otros, características básicas de las personalidades llamadas antisociales.
Dicho de otro modo, parto de la constatación de que en el curso de estas biografías se suele intervenir, demasiadas veces, demasiado tarde, y que la intervención preventiva (precoz) en los itinerarios de los y las menores “llamados” a convertirse en menores infractores, especialmente en momentos y escenarios críticos, sigue siendo nuestro principal desafío. Concluyo así que las intervenciones de protección encaminadas a preservar a los/las menores de las circunstancias de riesgo que se asocian a los itinerarios de la inadaptación y la confrontación social, son posiblemente el abordaje más eficiente y, desde luego, el más justo de a la problemática que aquí nos convoca.
Soy consciente, por supuesto, de que no descubro nada nuevo, aunque sí creo necesario precisar, en coherencia con lo esbozado en la introducción, que al referirme a medidas de protección no estoy aludiendo solamente a las competencias propias de un Servicio de Protección de Menores, sino a las competencias y responsabilidades transversales de un catálogo de agencias e instituciones diversas implicadas, de forma más o menos directa, en las condiciones de socialización de nuestros/as menores. Cara nos saldría a todos, y especialmente a los/las menores, la aportación de cualquier servicio específico de protección si su existencia justificase la inhibición respecto a esta responsabilidad de todas esas agencias e instituciones y de la comunidad en su conjunto.
No está de más recordar, por mucho que parezca una obviedad, que los/as menores conflictivos/as son, antes que conflictivos, menores, y, como tales, sujetos del derecho a una protección que alude a una responsabilidad colectiva solidaria y no a un recurso específico. El reconocimiento y la aceptación generalizada de esta responsabilidad debería ser la trama sobre la que actitudes, recursos y acciones procedentes de niveles y áreas competenciales diversos, tejiesen redes de protección para estos menores, y subrayo y antepongo aquí las actitudes porque entiendo que son las que, en esencia, constituyen y caracterizan recursos.
Pienso que en nuestro entorno, contamos con retazos de redes que articulan actitudes, recursos y acciones adecuadas, pero escasamente tupidas, con grandes agujeros respecto a su cobertura y continuidad, y sustentadas en gran medida en el voluntarismo. Pese a ello, alcanzan una eficiencia relativa más que considerable, que me lleva a fantasear con las posibilidades de una red más densa y respaldada. Por contra, me parece que hay demasiadas implicaciones excusadas en la existencia de servicios específicos, y, demasiadas actitudes, recursos y acciones que debiendo sincronizarse con las redes de protección conforman, a partir de la negación de la propia implicación y responsabilidad, auténticas contra-redes (redes de exclusión) que confrontan, no pocas veces con éxito, con los esfuerzos específicos dedicados a la protección.
De ahí la necesidad de completar y extender las redes que, en diferentes ámbitos y niveles, resguarden y compensen a los/as menores de los riesgos de “accidentes” evolutivos y condiciones de desarrollo desfavorables, por medio de la consolidación de lo existente, la incorporación de nuevos recursos y la implicación de otros... Pero también la necesidad de identificar y desmantelar esas otras “redes”, más o menos sutiles pero siempre poderosas, que confinan a los y las menores en sus dificultades originales, como si fuesen culpables de ellas, convirtiéndolas en su destino; esclareciendo y explicitando en todo caso, y con esto insisto en uno de los “desafíos” planteados en la introducción, los valores, actitudes y modelos sociales, culturales y económicos que se relacionan con una mejor o peor atención del compromiso social de proteger a todos/as los/las menores.
Lejos, por supuesto, del optimismo “naif” de la primera modernidad, somos, creo, conscientes de las limitaciones de toda acción encaminada a modificar inercias de comportamiento, individual, familiar, institucional o social... incluidas las propias. No fantaseamos, desde luego, a esta altura de la historia, con comunidades utópicas sin conflictos, accidentes ni traumatismos... Sabemos, por otra parte, que las decisiones posiblemente más trascendentales para el asunto que nos ocupa, se discuten en esferas a las que los aquí presentes no tenemos acceso y en las que, probablemente, la protección de los menores no es, me temo, asunto prioritario. Pero entre el “todo se puede conseguir” (característico de euforias “juveniles”) y el “no hay nada que hacer”, (asociado generalmente a la acumulación de trienios) existen muchos ”lugares” intermedios. Me resulta muy difícil aceptar que no podamos hacer nada para incidir sobre la “fatalidad” que caracteriza los itinerarios de menores a cuyas biografías accedemos por su condición de infractores pero a las que deberíamos haber accedido mucho antes por su condición de víctimas.
Quizá carezcamos de una investigación epidemiológica suficiente y es cierto que asistimos durante los últimos años a una cierta modificación de la casuística que atendemos, sin embargo, no nos resultaría muy difícil, creo, a quienes tenemos acceso a las historias de vida de estos menores, marcar una reducida tipología de itinerarios en los que se podrían identificar puntos críticos para la disposición de redes inclusión... o para destejer redes de exclusión.
El punto de partida de estos itinerarios no es muchas veces opaco en la medida en que se desarrolla en el ámbito privado y restringido del medio familiar. Bajo la influencia principal de ese medio transcurren años cruciales para la formación de la personalidad y, dentro de ella, de la socialidad. Matrices básicas del propio Yo, del Otro y de la Ley se establecen en esos años a partir de la relación con las personas más próximas. Las condiciones desfavorables o negativas en esta etapa son, además, especialmente determinantes cuanto más exclusivas sean. (La exclusividad aparece así, lo recuerda Th. Millon, como un factor de especial relevancia en estas etapas en la medida que condiciona la posibilidad de adaptación a otros medios en la medida en que comporta sobreadaptación a la realidad más próxima, más problemática cuanto más difícil sea la realidad primera y cuanto más dificulte la posibilidad de adaptación a otras realidades)
Las redes de protección de los menores en sus primeros años, deberán estar, como es bien sabido, orientadas a la detección y compensación precoces de factores de riesgo y condiciones desfavorables mediante el apoyo y complemento a los cuidados familiares o su sustitución cuando fuera preciso. Su objetivo será, en todo caso, abrir la exclusividad de las experiencias primeras proporcionando alternativas complementarias y correctoras
Pero el riesgo para los menores socializados en unas condiciones restrictivas no se agota en la exclusividad de su propia experiencia sino que se multiplica con la exclusividad que muchas veces les impone, como una barrera infranqueable, una “normalidad” (que implica normatividad) que, cuanto menor sea su capacidad de comprender e integrar las diferencias, mas excluyente será.
Entre las “exclusividades” de las socializaciones marginales y la de normalidad se establecen circularidades negativas que actúan como verdaderos motores de los procesos de desencuentro, en un lado y en otro, y en los que las minorías tienen siempre las de perder. Las redes que aíslan tienen que ver con esta exclusividad que la normalidad mayoritaria establece para su realidad y respecto a la que los grupos minoritarios no pueden sino radicalizarse en la suya. La comprensión de las “particularidades” de las socializaciones diferenciales y el cuestionamiento de la exclusividad de la “normalidad” son condiciones necesarias, pienso, para el establecimiento de puentes entre ambas realidades.
Los/las menores que han iniciado su socialización en realidades particulares están adheridos a ellas por más que puedan ser sus principales víctimas. Lo Otro, lo periférico a la centralidad de su experiencia primera, es aprendido como extraño, cuando no hostil. De ahí la cautela y delicadeza que debe presidir las intervenciones que se realicen en estas primeras etapas, ya que cualquier acción que inaugure o refuerce una matriz de desconfianza hacia lo “Otro Tercero” reforzará la adhesión del niño o de la niña a su realidad primera e inaugurará, o confirmará, peligrosos mecanismos de autoperpetuación.
Estos mecanismos, característicos del itinerario fatal de un buen número de menores infractores, se producen, según ya se ha comentado, mediante dinámicas de circularidad negativa en la que expectativas negativas respecto a la intención del Otro se traducen en actitudes de desconfianza que pueden llegar al ataque y la provocación, que provocan las respuestas esperadas, que confirman y refuerzan la expectativa inicial…
La ruptura de esta cadena, principal objetivo de las intervenciones, será más difícil cuantas más veces se haya completado este proceso circular. Ante la conducta del menor “desafiante” deberemos considerar las constricciones que afectan a su conducta y responder de una forma alternativa a la implicada en la misma, lo que en psicoterapia se conoce como: provisión de experiencias correctoras.
Quienes intervienen con las familias y con los menores problemáticos conocen bien lo que estoy describiendo y saben de lo difícil que puede resultar en un momento determinado salirse del “lugar” en el que la conducta del o de la menor (o su familia) te sitúa, de ahí la necesidad de contar en estos sectores con profesionales o voluntarios con una solidez personal y técnica y con una estabilidad y apoyo en sus condiciones de trabajo que les permita mantener la serenidad necesaria.
En los casi treinta años que llevo trabajando en Clínica o en Intervención Social he podido comprobar como los puentes establecidos por estas intervenciones correctoras, aunque hayan sido breves y/o discontinuas, facilitan el establecimiento de una relación terapéutica futura por la disposición de un “canal” abierto por relaciones anteriores y a través del que es posible contactar.
Todo lo antedicho hace evidente la importancia crucial del medio escolar para la corrección o la confirmación de los itinerarios a los que nos estamos refiriendo, en cuanto que supone el primer contacto regular, prácticamente universal y público con un ambiente social más amplio que de algún modo ejemplifica, representa y anticipa la “normalidad” de la mayoría.
Para niños y niñas que parten de la exclusividad de sus primeras experiencias en un ámbito privado, restringido, y más para los y las que proceden de circunstancias problemáticas, la Escuela es la primera oportunidad de una experiencia alternativa de relación con otra realidad, por lo tanto, una oportunidad crucial para la apertura hacia lo nuevo y hacia el cambio o para el encerramiento en su realidad primera...
Cuando la institución escolar es capaz de identificar las diferentes realidades de alumnos y alumnas y atender esta diversidad, funciona como un centro de enseñanza y/o aprendizaje (como una red de inclusión), cuando los/las confronta con un estereotipo de normalidad lo hace como un centro de examen y exclusión...
Cada mañana cuando comienza la jornada escolar, es obvio pero no está de más recordarlo, los niños y niñas acuden a la Escuela desde realidades muy diferentes entre las que unas condiciones óptimas para el abordaje de las exigencias de la “normalidad ideal” escolar son, probablemente, excepcionales. En algunos casos los/las alumnos/as que presentan dificultades para acomodarse a las exigencias del medio escolar son las principales víctimas de las condiciones que determinan su inadaptación a este medio como un síntoma secundario. En todo caso, tales condiciones son ajenas a la voluntad y la responsabilidad del o de la menor.
¿Cual puede ser la respuesta de un/a menor que de algún modo es estigmatizado en su clase con etiquetas negativas que remiten a carencias de las que es principal víctima y de las que se le hace culpable? No pueden ser sino dos: la desmoralización y el autoaborrecimiento y/o la desconfianza y el resentimiento hacia la institución que tenderá a generalizarse a la “normalidad” y el “orden social” que representa y adelanta...
En la institución escolar encontramos normalmente todo el gradiente de actitudes al respecto: desde la comprensión y la disposición a la ayuda hasta el franco rechazo de los alumnos/as difíciles, pasando por las posiciones “neutras” , probablemente las más frecuentes. No olvidemos que, en algunos casos, es el mismo Centro Escolar, su dirección y su AMPA la que rechaza “a priori” la presencia de estos/as alumnos/as en sus aulas.
En el rastreo de las biografías subjetivas de los y las menores infractores que he podido realizar en el curso de mi actividad profesional, la etapa escolar aparece siempre como una etapa crítica que suele ser abordada por los entrevistados con algún gesto o gruñido que evoca una relación más bien poco amable... Casi todos y todas despotrican de esa etapa y, a la par que subrayan su propia inutilidad, recuerdan con mayor o menor resentimiento las descalificaciones sufridas y, con orgullo, su enfrentamiento con la institución... pero todos y todas, aunque se refieran a ella con especial rencor, son capaces de identificar en la historia de su relación con esa institución, uno, dos... o más profesores/as con los que todo fue distinto y para los que se sintieron “importantes” Uno se pregunta que habría ocurrido si en lugar de ser dos o tres hubiesen sido diez o quince...
El estereotipo negativo aplicado a algunos/as alumnos/as en el medio escolar tiene claramente el carácter de la profecía autocumplida. Th. Millon, en su tratado sobre los trastornos de personalidad, nos recuerda el efecto terrible de los estereotipos negativos aplicados a los menores con dificultades de socialización que “expuestos una y otra vez a las mismas y actitudes de los otros” no se esforzarán en cambiar, cayendo en la impotencia y/o en el resentimiento.
Ocurre también, que en la organización informal de la clase, y este es un fenómeno que me parece merecería más atención que la que se le presta, se establece una estratificación social en la que un grupo que se pretende depositario de la normalidad oficial suele estigmatizar con diferentes etiquetas negativas a los/as compañeros/as no cumplen los criterios para ser admitidos en la misma.
Una serie de estudios longitudinales citados por Coleman han evidenciado la relación existente entre las primeras etapas escolares y el comportamiento adolescente/juvenil, estableciendo líneas de continuidad entre los menores estigmatizados por profesores y compañeros en la escuela y la delincuencia juvenil, resaltando que “Hallazgos de este tipo son asimismo importantes para arrojar luz sobre lo que parece un círculo vicioso en la escolaridad de muchos niños problema. Tienen un rendimiento más bajo y gozan de menos simpatías entre sus compañeros, en sus primeros años. Ellos mismos se acostumbran a esta ausencia de simpatías y a los fracasos, lo cual, a su vez, les produce ansiedad, sentimientos de frustración y peores rendimientos, poniéndose así en marcha el círculo vicioso. Aparte de ello estos alumnos quedan rápidamente “fichados” por los profesores del modo descrito por David Hargraves y cols. (1975) y, así resultan casi siempre empujados a la marginación mediante una mezcla de profecía autocumplida y de rechazo por el personal docente”
¿Como llega el niño o la niña que según el mismo autor “solían tener una imagen de sí mismos predominantemente negativa, autoconsiderarse como inútiles e insignificantes en comparación con sus compañeros de la misma edad y profesarse escaso aprecio y respeto” a convertirse en un adolescente infractor? Lo hace generalmente a través de un proceso que nosotros los adultos: padres, educadores, psicólogos... catalogamos como perjudicial y que para el menor suele significar todo lo contrario. Me refiero al encuentro, la solidaridad y la autoafirmación recíproca que se produce en el grupo de iguales con características similares –verdadero grupo de autoayuda- que permite pasar al menor de la condición de “pringao” a la de “chungo”.
Son decenas de menores los que me han relatado esta transición como un fenómeno verdaderamente “liberador” para ellos, que les permite por primera vez en su vida sentirse aceptados, acogidos y reconocidos. Se podría decir que su primera experiencia social positiva tiene lugar en el marco de un grupo que encuentra su cohesión en la oposición y defensa respecto a un orden social en el que no han tenido cabida... es “al calor” de este grupo donde el menor iniciará su carrera de enfrentamientos y de infracciones... y a través el que conseguirá, por fin, aunque sea en escenas fugaces, un sentimiento de autosatisfacción y poder a través del temor (respeto lo llaman ellos) que suscitan.
¿Qué alternativa podemos ofrecerles, cuando ya, en este punto de su socialización intervenimos con ellos, respecto a lo que les ofrecen sus “colegas”?. ¿Con que autoridad moral descalificamos a éstos como “malas compañías”?
Cuando intervenimos con estos menores y nos situamos como el contrapunto de las influencias que proceden de su grupo de iguales partimos de una situación francamente desfavorable. Nos aproximamos a ellos/as como representantes de un mundo en el que raramente han encontrado lo que han encontrado en sus colegas: atención en sus momentos de desesperación y zozobra... y nos acercamos, una vez más a ellos, con exigencias....
Aunque parezca una “boutade” creo que tenemos mucho que aprender de la “pandilla chunga” si queremos “conectar” con los menores “antisocializados”. Valores como la comprensión, la empatía, la disponibilidad, la lealtad, la incondicionalidad –hasta donde sea posible- y la accesibilidad, deberían estar siempre presentes en los recursos dispuestos para su atención y “resocializacion”. En algunas ocasiones he fantaseado con la posibilidad de un Centro abierto permanentemente, que cumpliese tales condiciones, para la acogida de estos menores en sus momentos críticos, cuando una intervención de ayuda puede alcanzar su máxima eficacia y donde se pueden comenzar a restaurar los puentes que unen la realidad del menor atendido con una normalidad capaz de comprenderle y ayudarle.