¿Deben los
menores ser impunes ante la ley?
José Ramón Ubieto Pardo.
Publicado en La Vanguardia , 8/6/17
Los adolescentes que cometen actos delictivos deben recibir una
segunda oportunidad para evitar que la violencia se convierta en su patrón de
conducta.
La comisión de delitos por parte de los menores
de edad ha tenido diversos
tratamientos a lo largo de la historia. De modelos punitivos, a veces extremos
y de un gran sadismo, hemos pasado a una idea de reparación del daño a la
víctima y a la propia sociedad. Una idea de justicia restaurativa que ayude al
joven que ha cometido el delito y que, al tiempo, alivie el dolor de la
víctima.
Eso tiene
todo su sentido si pensamos que hay que diferenciar claramente entre el acto y
el actor. Una acción violenta, sea una pelea en la calle, una escena de
acoso escolar o una agresión a los padres son condenables siempre por lo
que tienen de exceso y desborde. Sobre ese acto no puede haber tolerancia ya
que su intención agresiva no persigue otra cosa que manifestar el odio puro de
la pulsión de muerte.
Otra cosa,
y especialmente tratándose de adolescentes y jóvenes, es la respuesta a dar al
actor de esa violencia. Conviene diferenciarlos de los adultos, que pueden
haber concluido ya en el uso instrumental y decidido de la violencia como
patrón de relación al otro. Para algunos de ellos la delincuencia, el
tráfico, el maltrato a la pareja o el desprecio por el semejante constituyen ya
su modus vivendi y no están dispuestos a renunciar al beneficio que
eso les procura. Es su elección y por tanto la respuesta debe apuntar a la
reinserción, pero sólo cuando haya una rectificación clara de esa posición.
La
respuesta a actos violentos debe apuntar a la reinserción, pero sólo cuando
haya una rectificación clara de esa posición.
Para los
adolescentes esa elección suele ser temporal, como respuesta a un impasse
propio de su momento vital. Convertir ese impasse en una conclusión definitiva
sólo produce segregación y realimenta el odio puesto en juego. Poner en el
mismo saco la violencia de un conflicto como el de Siria, la de una banda
mafiosa o la de un hombre que la ejerce contra su pareja con la que puede
ejercer un joven con sus padres, con otros semejantes o contra el mobiliario
urbano no nos ayuda a entender el fenómeno y menos a intervenir razonablemente.
Seguramente
porque lo que ocurre entonces es que obviamos la significación que toma ese
fenómeno para cada uno y el carácter de impasse que tiene en una situación y en
otra. Ponerlos en serie criminaliza a los adolescentes y pierde de vista que
las respuestas decididas, que obedecen a una voluntad de goce clara, son muy
diferentes de otras que son falsas salidas temporales como ocurre en la mayoría
de los actos violentos que realizan los jóvenes.
A los
adolescentes hay que darles una segunda oportunidad, con todos los recursos
posibles, para rectificar esa “falsa salida” entendiendo que se trata de algo
todavía por concluir. Pero esa oportunidad en ningún caso puede suponer una
impunidad ya que cuando es así estamos legitimando, más allá de nuestras
intenciones buenas o mejores, el acto de odio. Y de paso los fijamos al impasse
mismo en el que se encuentran al no hacerlos responsables (que respondan) de
sus propios actos. Las sanciones, sean multas, ingresos temporales u otras, deben
significarse claramente como lo que son, sin restarles la gravedad que
implican.
La
impunidad degrada la condición de sujeto responsable del agresor y re-victimiza
a la persona que ha sufrido esa agresión.
Porque
además la impunidad no solo degrada la condición de sujeto responsable del
agresor, transformándolo en un sujeto incapaz de elegir o decidir, sino que
además re-victimiza a la persona que ha sufrido esa agresión.
Las
víctimas nos hablan, cuando ha habido una violencia grave, de un momento de
corte claro en su vida. Después de ese acontecimiento traumático ya
nada es igual para el sujeto que lo ha vivido. Como declaró, en el juicio por
el atentado terrorista, Eduardo Madina: “En mi casa se hizo de noche. Una
sombra de pena y de tristeza envolvió a mi familia”.
Sabemos
que la capacidad del sujeto para afrontar esa pérdida se convierte en clave
para el pronóstico. Algunos no pueden responder más que aferrándose a esa nueva
identidad que les proporciona su condición de víctima. Otros hacen el duelo y
reorganizan su vida y sus prioridades. Es el caso de Gabriel M., un joven
matemático que perdió un ojo tras una brutal paliza por parte de un grupo de
adolescentes y jóvenes, a día de hoy impunes.
Su
testimonio público y privado, como el de muchos otros como la propia Esther
Quintana, nos ayudan a entender que, además de su respuesta individual, cuentan
también otros factores. Uno decisivo es el soporte familiar y la red social de
proximidad. Su apoyo es un buen índice de los lazos que uno ha sabido
establecer previamente y que ahora se ponen a prueba.
El otro
factor clave es la reacción social, tanto en lo que respecta al
reconocimiento del estatuto de víctima, y los beneficios que comporta
(prestaciones, reparación), como en la exigencia de responsabilidad al causante
o responsables cuando los hubiera (por agresión o negligencia).
La
impunidad de estos hechos no hace sino agravar la victimización del sujeto ya
que al sinsentido mismo del acontecimiento traumático le añade la ausencia de
una sanción social. No se trata de satisfacer el deseo de venganza,
comprensible por otra parte, ni tampoco únicamente de producir un efecto de
ejemplificar, necesario por otra parte. Se trata de restablecer una
significación y un sentimiento de justicia allí donde sólo hubo crueldad y
sinsentido.
Exigir a
la administración que investigue y aclare las causas, para después sancionar a
los infractores, combate la impunidad, esa circunstancia tan común en países
que carecen de una tradición de respeto a la ley, sufren corrupción política o
donde el poder judicial se muestra impotente ante las fuerzas de seguridad ,
protegidas por jurisdicciones especiales o inmunidades.
Evitar la
impunidad desvela algo de la verdad sucedida y de la opacidad del goce puesto
en juego por los agresores y/o responsables. Es un “no” claro a esa crueldad
que a veces no conoce límites. Y devuelve además al sujeto parte de la dignidad
pérdida en esa fractura de su imagen. Es por tanto una obligación ética, y como
tal irrenunciable, de un estado de derecho.
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