Valentín Escudero Carranza,
Literapeútica, diciembre 2014
Edgar habla sin modificar un ápice su habitual
simpatía y aumentando si cabe el brillo de ilusión que siempre emanaba de sus
ojos. Explica su recuerdo de la única visita que habían hecho a la cárcel
cuando tenía tres o cuatro años. El efecto de su relato en la tranquila sala de
terapia de Antón se parece a la vibración de un terremoto de alta intensidad.
Todos lo sienten menos Edgar. A él nadie le ha explicado todavía la causa real
de la prolongada ausencia de su padre, y en cambio le habían contentado
con una versión basada en que tenía un trabajo muy difícil y muy lejano. Antón
tampoco había tratado este asunto en las sesiones previas y ese día no pudo
disimular un claro gesto de angustia y una lágrima inoportuna. Esa simple y
discreta respuesta fisiológica involuntaria desata el nudo de una la realidad
postiza que había protegido a todos, incluido el propio terapeuta y la familia
de acogida, hasta ese momento. Edgar se fija en Antón e intuye (con esa
intuición clarividente de los niños) que algo importante está sucediendo, algo
que quizás su propio cerebro ya sabía pero que él todavía no había podido
conocer.
–¿Qué pasa Antón? ¿Casi lloras? -le pregunta.
–Nada, no te preocupes Edgar –contesta Antón,
sintiéndose ridículo por responder de forma tan insustancial.
–Decirme la verdad, por favor –rogó Edgar– ¿por qué mi
padre no viene nunca? ¿lo de ese trabajo es otra cosa? ¿por qué todo es tan
raro Helga? ¿porqué todos me tratan de una forma diferente? ¿dónde estas
viviendo tú, mamá? ¿porqué llevamos tanto tiempo esperando?
–... (Silencio)
–¿porqué se me van olvidando cosas y siempre Helga me
cuenta otras cosas que me distraen cuando le hago preguntas sobre papá?… mamá a
veces pienso cosas raras ¿soy de verdad tu hijo?... Dime algo Helga.
Todas las preguntas salen a borbotones como una
hemorragia, sin aparente dolor pero con auténtico vértigo por la falta de
control, como esa presencia de la muerte que siempre amenaza cuando nuestra
sangre aflora al exterior.
–¿Te parece Edgar que elijamos una de tus preguntas?
¿Le parece a usted que comencemos con calma por responder al menos a una de las
preguntas de su hijo? Helga ¿tu te ves capaz de ayudar en esto ahora? –pregunta
Antón retomando su tono y energía habitual.
La madre llora desconsolada y Helga mira al suelo como
si se abriese un gran agujero a sus pies por el que fuese a caerse al vacío.
Pero Antón se acerca a Edgar y se sienta a su lado poniendo cariñosamente su
brazo sobre los hombros del niño. Extrañamente, se siente ahora más fuerte y
seguro que nunca sobre lo que tiene que hacer en la terapia. “Lo voy a hacer
bien, despacio y delicadamente”–piensa. Ya no tiene miedo.